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[dropcap]V[/dropcap]iña Escondida de Colchagua se ubica en un territorio con un increíble relato. Décadas atrás estas tierras pertenecieron a un ingeniero de la mina “El Teniente” quien instaló un clandestino que lo visitaban importantes personajes de la zona, los jefes gringos de Sewell, como así también personalidades políticas…..conoce esta entretenida historia.

EL RELATO DE VIÑA ESCONDIDA.

Cuenta la historia de un ingeniero de “El Teniente”, Urbano Pérez, un tipo de gran simpatía y a la vez de fuerte personalidad. Y claro, tenía que ser así, a su cargo tenía grupos de hombres recios que debía de manejar bien para que las obras se concretaran, con todo, era cercano con cada uno de ellos.

Amigazo de los gringos de la mina, Urbano tenía la capacidad de establecer con ellos vínculos de complicidad. Su picardía, propia de sus raíces criollas, se expresaba en las cuecas que cantaba cuando se iba de juerga con su cuadrilla a los burdeles que pululaban en la misma zona donde el tren de Sewell llegaba sagradamente cada viernes.

Bueno para apostar, bueno para la “caña”, no se perdía oportunidad de  meterse en líos, las chiquillas de vida fácil lo esperaban ansiosas, es que era bien generoso y gentil con ellas, un sueño de cliente. Pero eso sí, Urbano jamás dejó de ser responsable en su trabajo, jamás faltó, por eso tenía el respeto de sus subordinados; jamás perdonó que alguno de sus trabajadores se confundiera entre ser el jefe y responsable en el trabajo, con los viernes de jarana en los prostíbulos.

Y esas jaranas llegaban a los oídos de sus amigos “los gringos” quienes estaban tan intrigados que no podían ocultar su deseo de participar en ellas, sobre todo cuando Urbano les relataba con tanta viveza las anécdotas que vivía en las casas de remolienda.

Hasta que un día se decidió: Aprovechando su bonanza económica, compró una propiedad escondida hacia una rinconada del entonces pueblito de Placilla. Fue allí que, en un viejo bodegón construido, instaló su lugar secreto, un clandestino donde libremente se podría reunir con sus amigos gringos de la mina para beber, bailar, apostar jugando a “El Monte” y por supuesto, para divertirse con las mujeres de vida fácil que seleccionadamente traía desde Rancagua para complacer a sus rubios ganchos.

En ese rincón clandestino la palabra “prohibido” se esfumaba durante el sol y desaparecía hasta la luna. Horas de risas, carcajadas, guitarreos y baile animaban los deseos ilícitos de los pálidos ingenieros del país del norte, deseos que se exacerbaban con la mezcla del tabaco y el alcohol.

Lo oculto no saldría a la luz, con todo, no tardó mucho tiempo en saberse de este lugar entre aquellos que, atrapados socialmente por guardar las apariencias, encontraron en el clandestino un espacio de libertad para divertirse secretamente y fue así que cada fin de semana llegaban reconocidas personalidades del territorio, políticos, empresarios, todos con la misma sed de hacer de ese secreto lugar un festín de desenfreno en donde todos eran invisiblemente iguales, tanto chilenos como gringos.

Con esa cómplice red de amigos, Urbano construyó en esa misma propiedad lo que en su época fue uno de los chalets más modernos de la provincia: ¡Hasta tenía electricidad propia con un generador solo posible de encontrar en “El Teniente”!. La red húmeda incluía, además, agua caliente para toda la casa. Es más, su grifería era de lujo, sus cubiertos de plata, sus muebles enchapados en cobre.  Es que así era él, su gracia, su picardía, su firmeza y, claro, principalmente su clandestino, abrían las puertas para conseguir todo lo que necesitaba.

Pero nada es para siempre y estos jolgorios interminables de cada día libre que los turnos mineros les permitían, se apagaron en aquella tarde cuando Urbano dejó de cantar y bailar sus cuecas. Sin embargo, el espíritu del clandestino sigue viviendo, la leyenda se encuentra aun latiendo en cada espacio de ese viejo bodegón que hoy nos invita a recorrerlo, a compartirlo, a vivirlo.

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